miércoles, 24 de junio de 2020

¿Soy 'japotariana'?

Shay, Pía y Nofar afuera de mi primer restaurante de comida japonesa. Tel Aviv, agosto, 1998.
Shay, Pía y Nofar. Afuera del restaurante donde probé sushi por primera vez. Tel Aviv, ago. 1998.

Me gusta inventar palabras, creo que es la mejor manera de ejercer la libertad a la que tenemos derecho los hablantes de cualquier lengua, la manifestación de nuestra creatividad como usuarios de un determinado sistema de signos, lleno de reglas.

No podía identificarme con ninguna de las dietas que se conocen: vegetariana, vegana, crudivegana, flexitariana, pescatariana, carnívora, frugívora, respiratoriana, etc., así que se me ocurrió que mi gusto por la comida japonesa, y sus ingredientes, podría conformar una manera de comer. Así que me pregunté –medio en broma, medio en serio– ¿podría decir que soy japotariana?; es una palabra que no existe en español, obviamente, pero me encanta porque suena a una fusión entre Japón y Ecuador, así que la digo para referirme a mi "dieta" y para bromear con algunos de mis panas que también se identifican.

Como me suelen preguntar por qué me gusta Japón –un país lejano y tan distinto a Ecuador–, lo quiero contar aquí. La respuesta es muy sencilla: me enamoré de la comida japonesa; o sea, el amor a primera vista sí existe.

Mi japotarianismo tiene orígenes "remotos", empezó allá por el año 1998. Haciendo cuentas, ya son 22 años, aunque me haga sentir vieja; esto sucedió en un viaje increíble que hice con mi papá por unos cuantos países de Europa y Medio Oriente, cuando aún no había smartphones ni cámaras digitales; a pesar de eso, conservo un recuerdo de la primera vez que comí sushi, es una foto con mis amigos israelitas Shay y Nofar Levy, afuera de un restaurante japonés en Tel Aviv, a donde fuimos invitados por su padre. No se ve el nombre, pero recuerdo muy bien el lugar y lo primero que probé: nigirizushi de atún y salmón, sobre unos platos planos y rectangulares, de madera lisa y clara. Mientras comía me preguntaba: “¿quiénes comen esto tan delicioso?”.

Aunque no tiene que ver con Japón,
esta es una foto durante el viaje con mi papá.
Petra, agosto, 1998. Foto: Alberto Molina.
Un año después, volví a comer en un restaurante japonés durante otro viaje. Lo mejor de todo es que no elegí, ni pedí, ni busqué, el destino me llevó a esos lugares; la segunda vez fuimos invitados por una ecuatoriana que trabajaba para la ONU, en Nueva York, amiga de mis padres, que ni siquiera nos preguntó, solo nos llevó a un restaurante japonés en Manhattan e hizo el pedido. Y con razón, porque nosotros no teníamos ni idea de qué comer, incluso incluyó de postre un helado de matcha que, desde entonces, se convirtió en mi favorito, me cautivó ese balance perfecto entre aromático y amargo.

La tercera vez, al siguiente año, busqué las opciones que había en Quito, así que para la cena de mi cumpleaños número 18 encontré un restaurante que se llamaba Fuji, ubicado a la vuelta de la Embajada de Japón, cuando estaba frente al parque El Ejido. Recuerdo el puente de madera de la entrada, con una lagunita debajo y que, para ir a las mesas principales, tuvimos que subir al segundo piso; la barra de sushi estaba a la vista –como en los clásicos restaurantes de sushi en Japón–, las mesas eran pequeñas y de madera pintadas de marrón oscuro y había un televisor con canales japoneses (afuera se veía una gran antena; yo pensaba que era tan grande para que pudiera llegar la señal desde el lejano Oriente). Fue una cena muy linda y emotiva, junto con mis padres y hermanas, Paula y Gabriela (seguro Gabi no comió, no comía mucho en ese entonces) y recuerdo que ese día, mientras mi papá se daba cuenta de que no le gustaba el sushi, yo empezaba a ser consciente del sonido del idioma japonés. Fui solo una vez más al restaurante Fuji donde se podía ver los programas de NHK, aunque yo ya conocía directores de cine como Akira Kurosawa o Takeshi Kitano y había visto sus películas subtituladas; en esa época aún no existían ni el internet masivo ni netflix.

En estos 22 años he aprendido mucho sobre Japón, y continúo aprendiendo. Sigo obstinada en profundizar en su idioma y entender, apreciar y conocer más de cerca su cultura gastronómica. Al principio parecía uno de mis tantos caprichos: “quiero estudiar japonés”, mi mamá me apoyó porque me exoneré de inglés (requisito de varias carreras de la Universidad Católica), aunque en el fondo creo que se preguntaba por qué no podía ser más normal y me ponía a estudiar francés, italiano o alemán, que al final parecían idiomas más útiles.

Apenas entré a la U (año 2000), me inscribí en las clases que ofrecía la Sección de Japonés de la PUCE. Mi primera sensei se llamaba Sachiko san, una japonesa alegre y despreocupada con la que aprendimos a hacer okonomiyaki y a conocer el japonés con las canciones de UA. La directora era nuestra querida y recordada Chise Ushioda, quien impulsó la enseñanza del japonés en la Católica y también fue mi profesora más adelante.

El primer semestre no fue nada fácil, tenía mil materias de mi carrera de Comunicación y Literatura y a parte, al medio día, el primer nivel de japonés. Pasaba todo el día en la universidad, porque los horarios eran matadores; la primera clase a las 7 de la mañana, y la última a las 6 de la tarde, dependiendo del día. No entendía cómo había otra gente que mientras estudiaba, también trabajaba, aprendía idiomas, tenía hijos y otras cuántas responsabilidades más; me parecían unos auténticos héroes.

En el primer nivel, me lancé a participar por primera vez en el Concurso de Oratoria. El tema de los textos era “Ecuador” y, para escribirlo, nuestra sensei Sachiko san nos ayudó mucho. No logré memorizarlo por completo, pero lo que leí, lo leí bien y quedé en el puesto número 9 de entre 25 participantes –años más tarde, en la segunda vez, con más experiencia, me aprendí bien un texto que escribí sobre Haruki Murakami y quedé en segundo lugar–.

Primer concurso de oratoria (benron taikai). PUCE, nov. 2000.
El concurso de oratoria (o benron taikai) se convirtió en un gran acontecimiento para los estudiantes de japonés. Ese primer evento, fue una larga jornada que, gracias a las gestiones de Chise san, terminó en el restaurante Tanoshii del Swissotel (que debe ser el restaurante japonés más antiguo de Ecuador), y se volvió la cuarta vez que comía comida japonesa. Era una 'tabehodai' (todo lo que pueda comer) de un sushi muy bueno (en esa época, el chef del Tanoshii era japonés). También me dieron un cupón de consumo y lo fui a canjear por dos litros de helado, uno de matcha –té verde en polvo– y otro de azuki –fréjol rojo–. Recuerdo que, entre otros invitados, también estaban los chicos del Club Ichiban, que aún hoy en día difunden el anime en Ecuador, incluido el que ahora es mi gran amigo Andrés Aguilar, o Ichi, como lo conocemos de cariño (aunque ya no pertenece a esa agrupación, le quedó el apodo y ahora es de los pionero en animación 3D en Ecuador, dirige el Estudio Matte con quienes hizo el excelente corto animado "Afterwork").

Cuando empecé el largo camino del aprendizaje del japonés, la comida japonesa no  era muy conocida en Ecuador. Es evidente que solo me había dedicado a comer nigiri o makizushi, pero en ese momento eran mi fascinación y para mí –como para mucha gente hasta ahora–­ esa era la comida japonesa, porque no teníamos la oportunidad –al menos en Latinoamérica– de probar otros platos, bien hechos, fuera de Japón.

Pía, Gabi, Antonio y tío Raúl.
Cuando estaba de hermana mayor.
Washington DC, julio, 2003.
Desde ese entonces, siempre busqué comida japonesa en todos los lugares a donde iba. De hecho, en una ocasión en que mis padres me enviaron con mi hermana menor a Washington DC, a visitar a mis tíos queridos Raúl y María (año 2003), fui invitada a comer sushi por mi primo Raulito, con quien comparto el gusto por la cultura japonesa, y por Asia en general. Como estaba de hermana mayor convencí a Gabi de comprarse una hamburguesa de Mc Donalds antes de ir al restaurante japonés porque, según yo, no le iba a gustar. Siempre he comido todo con mucho gusto y concentración (me lo hizo notar ella misma), así que cuando llegó nuestro plato de sushi, viéndome comer con tanta gana, Gabi quiso probar mientras yo le insistía en que no sería de su agrado (conociendo lo mañosita que era, ha cambiado mucho desde entonces). Mi cara de felicidad le hizo insistirme varias veces hasta que, finalmente, cedí y cuando probó el sushi de salmón –ante mi incredulidad– dijo que le encantó, entonces nos tocó pedir más porque no nos iba a alcanzar la comida. Desde ahí, el sushi también empezó a ser una de las comidas favoritas de Gabi.

Otoya, Topi y Pía. En Topi Sushi, Guayaquil, julio, 2004.
En esa época no tenía tanto criterio para discernir, pero poco a poco fui aprendiendo a diferenciar lo rico de lo no tan rico. Otro recuerdo que tengo también sobre el sushi en Ecuador, y el inicio de mi japotarianismo, es de un pequeño local que apareció en Salinas, en una de las avenidas principales, llamado Topi Sushi (más o menos en el 2000), como no tuvo mucho éxito allá –era carísimo, yo solo pasaba al frente casi sin detenerme–, se trasladó a Guayaquil, a la famosa Av. Víctor Emilio Estrada, y ahí pude ir un par de veces a comer sushi y otros platos; era excelente, pero cerraron cuando Topi, el dueño, falleció. De ese lugar también tengo una foto de recuerdo.

Todo esto fue el preámbulo, porque me convertí al japotarianismo al año siguiente de visitar a la familia Hidalgo-Molina en Estados Unidos. Ya que, en 2004, fui como estudiante de intercambio, por un año, a la Universidad Kansai Gaidai, en una pequeña ciudad llamada Hirakata (Osaka) y eso ya es otra historia. Se me abrió un mundo nuevo y puedo decir, aunque suene exagerado, que cada día en Japón probé un sabor distinto, y si comí dos veces algo que tuviera queso en todo ese tiempo, estoy exagerando; ahora estoy sorprendida porque se ve que lo están empezando a usar más, pero en la comida tradicional el queso prácticamente no se usa, al contrario de lo que sucede con la comida ecuatoriana.

Los Nishimura, mi familia anfitriona en Japón, me alimentaron durante cuatro meses. No me cobraron lo que tenía que pagar por la comida, así que tuve como consigna comer todo lo que me dieran. No fue nada difícil porque me gustó casi todo. Lo único que no me agradó tanto, en un primer momento, y que para ellos era una delicatessen, fue el ramen de Osaka; no es que estuviera mal de sabor, solo que lo encontraba muy grasoso y pesado. Ahora, gracias a la habilidad de Shunsuke Nomura del Yen Ramen, en Quito, y a que he probado otros tipos de ramen, me empezó a gustar. Yo también he cambiado mucho desde esa época.
                                         
En Japón me hice amiga de Mady García (la dura del Donburi y Yen Ramen) cuando me invitó a visitarla en Tottori. Aunque ya nos habíamos visto en Quito, en las clases de Chise san, a duras penas nos habíamos saludado. Mady nos causaba a todos sus compañeros admiración y curiosidad: por su trabajo, llegaba tarde y se iba temprano, siempre vestida de oficinista; además, hablaba en japonés con la profesora... nos tenía a todos intrigados. No la vi más hasta que me contactó en Japón y fue lo mejor porque pasamos increíble cuando fui a Tottori. El momento en que nuestra amistad se consagró fue cuando la familia japonesa de Mady nos mandó al ofuro juntas (baño japonés), obviamente sin ropa, las dos solo hicimos lo que nos decían y creo que esa espontaneidad fue el inicio de nuestra larga y amorosa amistad.

Margarita, Mady y Pía. Plaza Foch, Quito, 2007.
Siguiéndole a Mady cuando trabajaba
en el restaurante Dragonfly.
En esos días en Tottori, nos llevamos tan bien que las dos pensábamos: “por qué no nos hicimos amigas antes”. Desde ese entonces, cuando volvimos a Ecuador, la seguí a todos los lugares donde trabajó, a todos sus emprendimientos y restaurantes, y hasta a sus diferentes casas, porque cocina muy rico y es japotariana como yo. Y ahora más, por su familia ecuatoriano-japonesa, pues está casada con el chef que logró que me gustara el ramen y me hicieron tía de dos chiquitos lindos, llamados Taiyou y Yuhi.

Mady y Pía, en el banquete con calamar vivo. Tottori, 2005

Volviendo a las épocas de Tottori, gracias a nuestro anfitrión y papá japonés de Mady, Kenji san, comimos comida exquisita, casi todo del mar, muy fresco porque Tottori está en la costa del Mar de Japón. Uno de nuestros recuerdos favoritos es el día que comimos un calamar vivo, al que le tuvimos que pedir perdón antes de probarlo y también los choclos y huevos cocinados en el onsen –aguas termales– de Yumura.

En ese año, mi amigo Ricardo Muñoz (un gran dibujante y creativo que ahora trabaja en Nueva York) participó con una beca completa en el mismo programa de intercambio que yo, fuimos compañeros de clase de japonés en Quito, pero recién nos hicimos amigos ahí en Hirakata; lo menciono porque con él fue la primera vez que comí Cup Ramen (fideos instantáneos, muy populares en Japón), cuando me invitó a cenar a sus dorms. Fue una gran experiencia porque sin su invitación no creo que lo hubiera probado, debo admitir que al principio me decepcionó un poco y, no es por hacerme la gourmet, pero de verdad no tenía ningún interés y, al contrario de lo que pensaba, me parecieron aceptables.

Mi segundo Cup Ramen. Tottori, marzo, 2020.
Mi segundo Cup Ramen fue uno de sabor a curry que lo comí hace dos meses en la casa de Kenji san, en Tottori (sigo en Japón desde febrero, varada por la pandemia y, si fuera por mí, me quedaría a vivir aquí) y,  la verdad,  estuvo mucho mejor de lo que esperaba y de lo que me acordaba. No suelo comer ese tipo de comida por varios motivos, pero el principal es porque pienso que no es buena para la salud, aunque, definitivamente, tendré Cup Ramen en mi kit de emergencias. También probé una ensalada de papa deshidratada que me dio Kenji san, solo había que ponerle agua caliente y listo; tengo que admitir que no estuvo nada mal y con eso recuerdo el dicho que tenemos Mady y yo: “en Japón solo existe lo rico o lo delicioso”, no bajan de categoría ni los Cup Ramen ni la comida deshidratada (ya sé que estoy exagerando, es una cuestión de gustos tal vez).

En definitiva, este fue el inicio de lo que yo llamo mi japotarianismo y, para concluir, quiero dejarles dos definiciones, que algún día, tal vez, los lexicógrafos le sugieran a la RAE para que las incorporen al Diccionario de la Lengua Española, DLE:


JAPOTARIANISMO:

1. m. Régimen alimenticio basado principalmente en el consumo de comida y productos japoneses.
2.   m. Doctrina y práctica de los japotarianos.

JAPOTARIANO/A:

1.   adj. Perteneciente o relativo al japotarianismo
2.  adj. Que practica el japotarianismo.
3.  adj. Dícese de la persona que sigue un régimen basado en los ingredientes, platos y técnicas de la comida japonesa.


Gracias por leer.

Por: La jibarita trashumante

2 comentarios:

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  2. Yo también soy japotariana porque amo la comida japonesa y sobre todo las fusiones.

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